Cuando la Junta General de Asturias, constituida en Junta Suprema de Gobierno, declara la guerra a Francia el 25 de mayo de 1808 el único uniforme militar conocido en el Principado era el que, en teoría, debería usar por aquellas fechas el Regimiento Provincial de Oviedo, cuyo vestuario quedó fijado por el Reglamento de 19 de julio de 1802[1] que, en su artículo XVI, establecía:
El Principado de Asturias al encontrarse alejado de los principales centros de producción ―incluída la manufactura textil― se veía privado de los recursos que éstos podían aportar para sostener y uniformar a los regimientos que deberían constituir el denominado «Exército defensivo asturiano».
Mi atracción por la figura de D. Gregorio Piquero-Argüelles y Ramos del Valle se remonta hace ya unos cuantos años y este interés ha estado motivado a raíz de unas investigaciones historiográficas que, en aquel tiempo, me hallaba realizando sobre los jefes y oficiales que componían los cuadros de mando de los diversos regimientos creados por la Junta Suprema de Asturias durante la Guerra de la Independencia.
El presente trabajo, que tiene por objeto dar a conocer las banderas (en plural) del Regimiento de Castropol, puesto que han sido dos, ambas claramente diferenciadas, las enseñas desplegadas por la Unidad entre los años 1808 y 1815. Al mismo tiempo, se pretende despejar la incógnita que pesa sobre la bandera que se conserva en la iglesia parroquial de Castropol.
Semanas atrás leí en "La Vega" un delicioso artículo de Carlos Montaña. Y me quedé fascinado ante una crónica tan dulcemente sencilla, valiente, luminosa, certera y magníficamente escrita. "Réquiem por una Tarula", se cuela de puntillas en los entresijos del alma y anima a recordar, con un toque de nostalgia, los tiempos idos.
A revivir, con sabor agridulce, aquel Vegadeo de infancia, adolescencia y mocedad, donde el paisaje y el paisanaje eran tan distintos.
Érase, que se era, un lugar donde gente de toda edad y condición halló acomodo al amor de la música. A mitad de camino entre la Calle Arriba y la Puntía, en una placita recoleta y amable. Las notas de un piano, los acordes de una guitarra, o el dulce sonido de una armónica, sosegaban el crepúsculo y daban los buenos días a la madrugada.