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Nosotros los que fuimos (II)

Publicado en Artículos
20 Mayo 2011 by

Entre la foto en blanco y negro y las de color, habían transcurrido diecisiete años. En la primera, caminando por la playa de Tapia de Casariego, de esmoquin, la expresión en los cuatro rostros es absolutamente elocuente.

Eran momentos dulces, luminosos, cargados de ilusión, de complicidad, de sueños... Las penurias económicas habían quedado atrás y la agenda de Luís se iba llenando de fechas para actuar por todo el oriente gallego y el occidente astur. Las deudas cada vez eran menores y la cuenta de resultados iba viento en popa. Nuestra música, perdonen la inmodestia, sonaba bien. Habíamos diseñado un variado repertorio, donde convivían los tangos, con los boleros, la samba y el rock. Pero nos unía algo más que la música y los primeros éxitos. Nos unía una amistad fraternal. Cada uno tenía en su vida cotidiana variopintos afanes, pero nos buscábamos para compartir distintas vivencias. Cómo no recordar los "xuntoiros" en "El Rizo", donde nuca faltaba una guitarra, en armonía festiva con otros jóvenes de Vegadeo. Las sesiones musicales, absolutamente surrealistas, en el bar "Marcos". Las matanzas en la casa de Vidal en Beldedo, donde nos comíamos medio cerdo y bailábamos hasta el amanecer al amor del acordeón de Paco. O las meriendas de los lunes en "La Bugalla" de Ribadeo, con cuarenta rumbosos duros en el bolsillo, fruto de la actuación dominical en "El Bahía" de Foz. Las inigualables empanadas Anita, los callos de los sábados en casa "Antuña", las "gachas" que yo cazaba en las "xunqueiras" de Porto y nos guisaba con mano maestra María "La Sandalia", los calamares en tinta de "La Bilbaína"...Un universo de pequeñas grandes cosas sencillas, entrañables, de una amable dimensión humana.
Pachico, ese personaje inabarcable al que quiero dedicar un capítulo aparte, tenía una voz prodigiosa que derrochaba buen gusto. Pepe, un músico como la copa de un pino, un artista total, tocaba el bajo con maestría y tenía un oído privilegiado. Luís, con la percusión en la sangre y una habilidad innata en las manos, era un batería fuera de serie. Y yo, a base de horas de ensayo y de suspensos en el bachillerato, llegué a puntear con cierta soltura en mi guitarra solista.
Mantengo intacto mi cariño de mocedad hacia Pepe, Luís y Pachico, que sigue presente entre nosotros. Tengo la espina clavada del desaire que a día de hoy se le sigue haciendo a Pacho por los políticos de turno, que incumpliendo lo acordado en un pleno municipal, todavía no han inmortalizado la memoria de mi amigo en los aledaños de su taberna. Estoy seguro de que los veigueños de bien les pasarán factura en las elecciones municipales. Quien no cumple sus compromisos, no merece la confianza de nadie.
"Los Estoicos" de la primera hornada nos volvimos a reunir para actuar juntos por única y última vez, a beneficio de las fiestas locales. Diecisiete años después, como ya se ha dicho. La idea era tocar una docena de canciones de los años sesenta y dejar que la orquesta de turno hiciese su trabajo el resto de la velada. Ensayamos varias tardes en el local de Pachico y cuajamos un ramillete de temas razonablemente audibles.


La actuación, en la "Fundación Villamil", estaba perfectamente organizada. Pero el destino nos regaló una gratísima sorpresa. Desde Viveiro hasta Luarca, empezaron a llegar centenares de personas, vestidos al uso de los sesenta, con más de una pancarta amorosa y con unas ganas enormes de concelebrar nuestro regreso. Allí no cabía un alfiler. Nos presentó Ramón Sánchez-Ocaña, que puso un nudo en la garganta a la concurrencia y yo dije unas palabras en nombre de los cuatro. Las canciones que habíamos ensayado fueron coreadas, una tras otra y a voz en cuello por la desprejuiciada multitud. Y los aplausos no cesaban. Cuando intentamos dar por terminada nuestra parte del programa, allí se armó la de Dios es Cristo. Los gritos de "¡otra, otra"! atronaban el recinto. Y tras un cónclave de urgencia, decidimos tirar de nuestro viejo repertorio. Pacho y Vidal, músicos en activo, no tuvieron problema alguno. Luís, que tocaba su batería con asiduidad, tampoco. Pero yo -¡ay de mí!- di un auténtico recital de disonancias. Mis compañeros me miraban como si hubiesen visto a un marciano. Mi cerebro daba órdenes imperiosas a unos dedos que se negaban a obedecer. Y mi voz iba por libre. Menos mal que el enfebrecido público se estaba divirtiendo de lo lindo y con la conciencia alterada por el dios Baco, disculpó mis meteduras de pata.


El improvisado bar de la "Fundación Villamil" se quedó sin existencias en un abrir y cerrar de ojos. Pero los enfebrecidos asistentes, ya embalados a velocidad de crucero, salieron a comprar botellas en todos los bares del pueblo. Despedimos el duelo al alba, entre abrazos y parabienes. Allí estaban también nuestros hijos pequeños, que no se perdieron ni un segundo del zafarrancho, con los ojos abiertos como platos y sin un solo bostezo.
Alguien misericordioso y compasivo nos acercó una botella de cava muy frío. Brindamos por la vida y nos fuimos a casa felices. Muy felices.
A Luís y a Vidal, trato de verles todos los veranos y saber de sus vidas y de las de los suyos. Con Pachico hablo frecuentemente ante una botella de buen vino, cuando la noche se enreda en recuerdos.
Porque nosotros, los que fuimos, seguimos siendo los mismos...

Nicolás Fernández y Suárez del Otero

Vegadeo 1948.
Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, ejerció de profesor en varias universidades españolas.
Columnista, tertuliano, director de revista, pero sobre todo, visceralmente escritor y veigueño.