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Naina y los aguiyolos

Publicado en Artículos
09 Junio 2012 by

Cuando las mareas eran adecuadas y los bancos de arena de la ría, -los tesones, vaya- descubrían el lomo, muchos veigueños íbamos a pescar las riquísimas navajas que abundaban en aquel querido y nunca olvidado ecosistema.
Como el número de embarcaciones locales era sensiblemente inferior al de aspirantes a participar en la aventura, los botes y los chalanos acogían generosamente a toda la tripulación posible.


Así, la heterogénea flotilla, cargada hasta los careles, se ponía en marcha a primeras horas de la mañana, para regresar cuando el agua salada del Cantábrico volvía por sus fueros, Eo arriba. Cubos y canastos a rebosar de los preciados moluscos, que harían más tarde las delicias gastronómicas de los adeptos a las empanadas y guisos varios, que cada ama de casa bordaba en hornos y fogones.
Mi padre y yo habíamos rehabilitado, una pequeña dorna auxiliar del "Pitas", aquel barco que se murió de viejo en el Monjardín, tras cientos de gloriosas singladuras. Pintada de blanco y verde, por sentencia inapelable de mi progenitor, en popa lucía mi nombre en letras rojas: "Niko".
En aquel barquito, Luís de Eulogio y yo pasamos deliciosas jornadas de caza y pesca, surcando la ría a golpe de remo. Tiempos felices de adolescencia y primera mocedad, que rescato del pasado cuando el alma necesita sosiego y paz interior.
Un sábado por la tarde, coincidí con "Naina" sacando "xorra" en las "lameiras" de Reme.
Al día siguiente tenía yo pensado ir a por "aguiyolos" y de paso pescar al "curricán" tanto a la ida como a la vuelta de la excursión. Servando, siempre amable y cariñoso conmigo, se ofreció a acompañarme, a lo que accedí encantado.
Lo recogí en Los Caleros muy temprano. Mi tata Generosa, había preparado un hatillo abundante con tortilla de patatas, carne empanada y un par de chorizos ahumados. La bota de vino del Rizo y el pan de hogaza de la Monada, completaban el menú.
Cuando arribamos a nuestro destino, reparé en que Servando no llevaba la imprescindible fisga. Como yo tenía tres, le ofrecí una, que rechazó categóricamente. Pero de su macuto sacó una bolsa con sal gorda y con suma destreza fue introduciendo unos granos sobre cada burbuja delatora de un oculto bivalvo. Encendió un pitillo y a esperar. Al poco rato, docenas de lamelibranquios marinos emergían de su guarida como por ensalmo. Y "Naina", llenó un canasto en menos que canta un gallo. Repitió la operación hasta que ambos nos dimos por satisfechos.
Yo no salía de mi asombro. Él, entre divertido y socarrón, me explicó que con su procedimiento engañaba a los "aguiyolos", que al notar el sabor de la sal, creían que subía la marea y asomaban la gaita, limpios y sin arena en su interior. Además no había que agacharse tantas veces como con el uso de los arponcillos tradicionales. La ley del mínimo esfuerzo en estado puro.
A partir de ahí, compartiendo ya vino y viandas, me dio cien lecciones de sentido común, de filosofía popular, de biología, de antropología elemental, de economía y hasta de teología aplicada. Sería prolijo enumerarlas aquí y ahora, pero jamás las he olvidado.
La última vez que vi a Servando, paseaba con un grupo de ancianos en las inmediaciones del asilo de Serantes. Lo saludé, pero creo que no me reconoció.
Hay docenas de anécdotas gloriosas de "Naina", que conocemos y propagamos los veigueños, generación tras generación. Ninguna tiene desperdicio.
Pero a mí, lo que siempre me sobrecogió del personaje, fue su coherencia con un modo de concebir la vida. Su capacidad de discriminar lo esencial de lo accesorio. Su testimonio cotidiano de libertad ontológica. Su orgullo de desheredado, de desposeído de la fortuna. Su imagen de perdedor, con la cabeza alta, la decencia intacta y una conciencia de clase a prueba de bombas.
Porque "Naina", fue nuestro Diógenes particular. Un cínico magistral, clarividente, lúcido y certero. Un hallazgo de ser humano.
En los tiempos que corren, con el pretexto de la globalización se ha abierto la veda del saqueo masivo. Barra libre para una chusma multinacional carente de los más elementales principios éticos. Una patulea de golfos, depredadores, bucaneros y atorrantes de guante blanco, que campan a sus anchas, tremolando banderas y estandartes políticos y financieros, más falsos que un duro de plomo.
Una selecta nómina de hijos de puta, (con perdón de las putas), que al grito de maricón el último, arrasan vidas y haciendas sin que les tiemble la mano. Garrapatas insaciables que nos han engañado como "Naina" a los "aguiyolos". Que nos han ofrecido el espejismo de la sal gorda, haciéndonos creer que subía la marea. Que nos han traído bajo palio el vellocino de oro al portal de casa. Que nos han convencido con malas artes de que los perros se atan con longanizas y el que más chifle, capador...
Y el común de los pardillos hemos caído en el garlito. Unos más que otros, pero como en las guerras, los daños colaterales son demoledores y probablemente irreversibles.
Si los partidos políticos, meros comparsas, figurantes patéticos en esta ceremonia del desafuero universal, en vez de enfangarse en peleas dialécticas hueras, se uniesen como las tribus bárbaras para conquistar Roma y su Imperio a sangre y fuego, otro gallo nos cantaría. Si las Agencias de Calificación y sus patronos de "los mercados" fuesen pasados a cuchillo en una rediviva toma de la Bastilla, otro gallo nos cantaría. Si los sindicatos de clase recuperasen la credibilidad y el vigor de las Trade Unions de la Revolución Industrial Inglesa, otro gallo nos cantaría.
Pero por estos pagos, los gallos se han trocado en capones de recebo para la cena de Acción de Gracias del Tío Gilito y sus colegas de Wall Street.
Sostiene mi querido amigo Eduardo Ortega, el sabio "Gitano", que a la historia de España le ha faltado siempre una oportuna y recurrente guillotina, como en la Francia revolucionaria de 1789.
Yo lo comparto y añado: con Servando "Naina" ejerciendo de Robespierre y aplicando su peculiar destreza con la sal gorda, para sacar de sus agujeros a todos y cada uno de los indeseables que están apisonando impunemente la Declaración Universal de Derechos Humanos. Sin dejar títere con cabeza, ni "aguiyolo" emboscado.

Nicolás Fernández y Suárez del Otero

Vegadeo 1948.
Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, ejerció de profesor en varias universidades españolas.
Columnista, tertuliano, director de revista, pero sobre todo, visceralmente escritor y veigueño.